Descubrir Brasil requiere tener a mano un mapa detallado, pero en buena parte de su inmenso territorio esos kilómetros son irrelevantes: lo que cuenta es el tiempo que se necesita para recorrerlos y alcanzar el destino. En esta ocasión, el objetivo es un enclave para conocer el universo de los indígenas no contactados: Atalaia do Norte, una población situada en un rincón del oeste de la Amazonia brasileña. Aquí se encuentran tanto quienes los protegen como quienes los amenazan. Y es el punto de partida para los que consiguen una autorización para entrar a la reserva indígena del valle del Yavarí, que acoge a más nativos aislados que ningún otro lugar del planeta. Llegar hasta allí requiere volar a Manaos para enlazar con el único vuelo diario a Tabatinga, a 1.000 kilómetros en dirección Oeste. Y desde allí, un taxi fluvial por aguas del río Amazonas y, después, otro taxi terrestre hasta nuestro destino. Pero solo al llegar al hotel, y ver colgado en la recepción el mapa de la zona, tomamos conciencia de que esas dos últimas horas en taxi representan una distancia irrisoria si se compara con la inmensidad del valle al que da entrada y los misterios de los seres que lo habitan.
Zarparon en barco, continuaron en canoa y después avanzaron a pie, abriéndose paso a machetazos por una vegetación que desde el aire es como una moqueta verde. Debajo, los altísimos árboles sumían en la penumbra a las 30 personas de esa expedición que tenía una misión excepcional: por primera vez en tres décadas, un equipo del organismo creado para proteger a los indígenas de Brasil se adentraba en la Amazonia más intacta en busca de una tribu jamás contactada por los blancos. En aquel 2019 iban en busca de los korubos, una escisión de un grupo étnico que había abandonado su aislamiento cuatro años antes. ¿Para qué localizarlos? Porque sus luchas con los kanamaris (otro pueblo indígena) eran cada vez más violentas: asesinatos, raptos, ataques por venganza. Era una situación especial incluso para Bruno Pereira, el veterano indigenista de 57 años que coordinó esa expedición de hace tres años de la Fundación Nacional del Indio (Funai), porque suponía una excepción a la política de respeto absoluto a los indígenas de Brasil que quieren vivir sin relación con extraños. “No fue una decisión fácil. Era un tabú”, recuerda hoy Pereira. “Fuimos a buscarlos para apaciguar el conflicto. Y por ayudar a un grupo de korubos que querían encontrarse con sus parientes aislados”.
Primero hallaron a dos jóvenes. “Se asustaron mucho, estaban cazando con unas largas cerbatanas. Al cabo de unas horas fueron a buscar al resto. Eran 32”, detalla el indigenista. Los korubos que acompañaban a los funcionarios de Funai protagonizaron un emocionante reencuentro con sus familiares. “Les propusimos vacunarse”, cuenta. Allí, en medio de la jungla, les explicaron que aquel medicamento iba a protegerlos frente a diversos males. Aceptaron. También les enseñaron en un ordenador fotografías aéreas de la aldea en las que se fueron reconociendo. Pronto, los más osados querían dar una vuelta en el helicóptero, cuenta Bruno Pereira en Atalaia do Norte, a las puertas del valle del Yavarí. En ningún otro lugar del planeta viven tantos indígenas no contactados (por los blancos) como en este valle ubicado en el oeste de Brasil, en la frontera con Perú y Colombia.
En lo más profundo de la selva, los encuentros con extraños suponen una tensión extrema hasta saber si son amigos o enemigos. Medio siglo después de toparse por primera vez con un blanco cara a cara, el hombre que está a nuestro lado, Ivanrapa Matis, un indígena de 58 años, todavía recuerda el miedo que sintió. Tenía nueve años. Eran varios y venían en son de paz, pero eso no estaba claro en el primer momento. Gracias a su padre sabía que existían e, incluso, los había vislumbrado alguna vez.
Este indígena recuerda una infancia idílica, sin enfermedades graves y con salidas a cazar con unas lanzas pequeñitas que su padre le fabricaba. “Aprendíamos imitando a los mayores, era como un juego, íbamos a cazar macacos”, cuenta. En aquella época, lo que realmente le aterrorizaba no eran los blancos, sino las venganzas de otras tribus, explica hoy en Atalaia do Norte.
Matis es un testigo extraordinario de una de las experiencias peculiares y que más ha fascinado a los antropólogos y aventureros a lo largo de la historia.
Cinco siglos después de que los portugueses conquistaran Brasil y exterminaran o diezmaran infinidad de tribus, más de 1.000 indígenas resisten todo contacto con el exterior. La cifra es pura estimación. Son grupos pequeños, decenas de personas que se mueven con enorme sigilo, vigilantes, invisibles casi siempre. La selva —un hábitat hostil como pocos para el forastero— es todo el universo que necesitan. Les basta para alimentarse, curarse, construir familias o divertirse.
El valle del Yavarí acoge un patrimonio antropológico, un mosaico de culturas de las que poco se sabe. Las amenazas que los acechan incluyen las de siempre —enfermedades y el trabajo de los misioneros— y otras nuevas: el narcotráfico y el presidente Bolsonaro. Se tiene la certeza de que existen al menos 10 tribus no contactadas en el valle del Yavarí, una reserva indígena más grande que Panamá o Castilla-La Mancha. De otras seis tribus existen relatos, rumores, avistamientos... sin confirmar. En Brasil hay 28 pueblos no contactados y se estudian indicios de otros 86. Más que en ningún otro país del mundo.
Con la misión de protegerlos, una constelación de indigenistas en estrecha colaboración con indígenas integrados en la sociedad brasileña y ONG se dejan la piel en lo más recóndito de la jungla y también en los tribunales. Se trata, en primer lugar, de demostrar que existen. Pero lo que es más importante, hay que hacerlo sin contactarlos. Esa es la política oficial de Brasil desde 1987: velar por ellos sin inmiscuirse en su existencia, salvo en casos extremos. Un abordaje que el presidente Bolsonaro ha minado al debilitar la Fundación Nacional del Indio (Funai). Los críticos acusan al político ultraderechista de poner este organismo oficial al servicio de los intereses de quienes quieren esquilmar la mayor selva tropical del planeta.
Ivanrapa Matis continúa su relato sobre su niñez que traduce un intérprete. Cazaban en grupo, comían juntos de un mismo puchero de cerámica y tomaban una bebida fermentada, la caiçuma. “Nuestras madres nos decían: ‘Cuidado con las serpientes, con los jaguares’. Todavía lo dicen”, insiste. Compartían una gran maloca (choza comunal) donde cada familia tenía cierta intimidad. “La hamaca del hombre estaba arriba, y la de la mujer, debajo. Al lado tenían un fuego y allí dormían con los niños”, relata. Después, Ivanrapa se cuelga el collar de dientes de mono, los pendientes tribales y el adorno nasal de concha para posar a orillas del Yavarí, afluente del Amazonas. Mientras, su esposa, Koka Matis, teje a mano una hamaca.
El padre de Ivanrapa Matis fue el primero en hablar con los extraños. Pasado el susto, regresó a la aldea con un hacha, un machete y un perro. Un tesoro que, aún hoy, puede revolucionar la vida de alguien en la selva. Otros siete indígenas se acercaron a los visitantes, y luego cuatro más... La desconfianza empezó a diluirse. “Fue así, poco a poco”. Hicieron nuevas peticiones: pucheros de aluminio, cerillas, linterna... Empezaba una relación que se fue estrechando. Y ya de adulto, Matis cerró el círculo al participar en expediciones de la Funai. Personas como él son cruciales para tranquilizar a los aterrorizados nativos o evitar un intercambio de flechas y balazos.
Los malentendidos que acaban en tragedia son raros, pero ocurren. Que el veterano funcionario Rieli Franciscato, de 56 años, cayera muerto en 2020 de un flechazo dejó al mundillo en shock. “Creo que lo confundieron porque iba con policías armados”, explica la indigenista Neidinha Suruí, de 62 años, al teléfono desde Porto Velho. “Cuando vas por la selva, tú no los ves, pero ellos a ti sí. Lo que no saben es si eres de la Funai, de una ONG, o cuáles son tus intenciones”. Unos meses antes de la muerte de Franciscato, los indígenas visitaron una finca. Dejaron piezas de caza y se llevaron un machete. Para los especialistas era un trueque amigable.
Entre los indígenas más asediados están los piripkuras, llamados así porque se mueven como mariposas. De ellos solo quedan dos en la selva, tío y sobrino. Supervivientes de una matanza, nunca han querido salir de su parcela, que cada vez se achica más ante la expansión ilegal de las fincas agrícolas. Pero en 2016 se desviaron de sus rutas para acercarse a un puesto de vigilancia gubernamental. Iban en busca de fuego. Su antorcha, incandescente durante años pese a las lluvias torrenciales, se había apagado. Conmueve la ternura de su encuentro, recogido en el documental Piripkura, con el funcionario de la Funai que vela por ellos, Jair Candor, encargado de confirmar cada año que siguen vivos. En las imágenes se los ve partir con su antorcha otra vez humeante.
Los aislados han sobrevivido a epidemias y matanzas; son seres siempre alerta, traumatizados. Cuando sus vidas se tornan en una huida constante, suelen dejar de procrear y de cultivar. Si la propia tribu abandona el aislamiento es porque no ve alternativa, ya que es su única opción para sobrevivir, explican los expertos.
El antropólogo Conrado Octavio, de 38 años, conoce bien el valle del Yavarí gracias a su antiguo trabajo para el Centro Trabalhista Indigenista. Como a la mayoría de los expertos, le irrita la imagen romántica de seres exóticos que viven como en el Neolítico. Como si la selva fuera un edén de felices gentes prehistóricas. “Son grupos que optan por otros modos de vida, pero son tan contemporáneos como nosotros. Porque nosotros también estamos todo el tiempo tomando decisiones, haciendo acuerdos y afrontando emergencias, conflictos o crisis. Solo que ellos tienen otros caminos y soluciones”, explica en un café de Río de Janeiro.
Los aislados son la minoría de la minoría. Los pronósticos de que los indígenas se extinguirían no se han cumplido. Suponen el 0,5% de los brasileños, un millón de personas de 256 tribus, cuyas historias detalla una cuidada base de datos de la ONG Instituto Socioambiental. Los nativos no recuerdan un presidente brasileño tan abiertamente antiindigenista como Bolsonaro. Profesional de la provocación, el presidente los soliviantó al colocar un misionero evangélico al frente de la política oficial hacia los no contactados y recientemente se condecoró a sí mismo con la medalla del mérito indigenista.
Beto Marubo, nacido hace 47 años en una aldea, lleva media vida embarcado en la defensa de los grupos de aislados que habitan los 85.000 kilómetros cuadrados de la tierra indígena Yavarí. Los protege desde varios frentes: como lobista en Brasilia y también en lo más profundo de la jungla, en eventos internacionales o desde Twitter. Estos días está en Atalaia do Norte para planificar proyectos y emprender viaje a una recóndita aldea.
Fuente inagotable de historias sobre peripecias en la selva, Marubo recuerda una expedición de la Funai años atrás para investigar los rumores de que unos cazadores furtivos habían perpetrado una matanza de korubos aislados. Durante días avanzaron sudando, durmiendo en hamacas, soportando las picaduras de los insectos, hasta que descubrieron huellas infantiles en una playa fluvial. “Eran pisadas de niños de dos años. Estaban recogiendo huevos de tortuga. Cuando un pariente [como los indígenas se refieren a los otros indígenas] está asustado, no lleva consigo niños ni mujeres. Así que la matanza no fue ahí”, relata mientras señala puntos en un mapa. Estamos en la sede de Univaja (União dos Povos Indígenas do Vale do Javari), una asociación que hace pequeños milagros: las siete etnias locales aparcaron sus odios ancestrales y se unieron para defender juntos su tierra.
Al día siguiente encontraron un sendero recién transitado, lo siguieron y dieron con ellos. “Estaban pescando con un veneno para matar peces”, un método que usan cuando viajan, explica. Uno de los indígenas —guía y traductor— entendía su idioma. Poco tardaron los expedicionarios en saber que los nativos los habían descubierto. “Cuando levantamos el dron, allí estaban los parientes, afilando flechas. Cogimos el barco y nos fuimos. Allí acabó la expedición”, cuenta Marubo. Misión cumplida. Matanza descartada. Los korubos seguían allí.
Solo el Estado (es decir, la Fundación Nacional del Indio) puede emprender expediciones en las tierras indígenas. Organizarlas implica estrictas cuarentenas y un gran esfuerzo logístico.
Aunque ahora los vuelos y las imágenes por satélite facilitan el monitoreo, todavía es vital internarse en la selva en busca de pistas de su existencia. El oficio requiere resistencia física y mental, dosis infinitas de paciencia y habilidades de detective. Solo quien tiene el ojo muy entrenado logra ver vestigios en medio de tanto estímulo visual y sonoro: ramitas quebradas en un arbusto que los indígenas aislados dejan para orientarse o un panal en un lugar inaccesible del que ya se llevaron la miel. Con esos datos, como si fueran forenses, los indigenistas van verificando su existencia, cuántos son o hace cuántos días pasaron por ese punto.
Denominarlos no es fácil. La terminología más extendida es “no contactados”, pero eso quiere decir sin contacto con nosotros, con los blancos. Y, como recalca el indigenista Marubo, el aislamiento jamás es total. Saben que no están solos en el mundo. Antes o después se dan encuentros, más o menos puntuales, más o menos hostiles. “Las relaciones interétnicas no son tan amigables. Pero la gente cree que todos los indios son iguales. Y no”.
La actual política de no intervenir nació al constatar que tras el primer encuentro las muertes se multiplicaban, explica Pereira, coordinador de aquella misión excepcional de 2019. Este antiguo director del departamento de aislados de la Funai dice: “Hasta 1987, la política oficial era atraerlos. La Amazonia estaba siendo desbravada, se estaban construyendo las carreteras, las hidroeléctricas..., pero al cabo de unos meses morían de enfermedades. Era la destrucción de su estructura social. Ahí cambia la filosofía del Estado a una política de no contacto. Y se convirtió en una referencia mundial”. Pueblos que habían resistido durante siglos sucumbían a la gripe, el sarampión, la malaria o la tuberculosis. La última plaga, la de la covid-19, mató a 900 indígenas en las aldeas.
Con Bolsonaro, la Funai vive un éxodo de técnicos. Pereira es de los funcionarios caídos en desgracia. Ya estaba de permiso no retribuido cuando la fundación lo denunció por conflicto de intereses. Le acusa de coordinar inspecciones de los indígenas.
El desembarco de los colonizadores en América diezmó a los nativos y trastornó para siempre las vidas de los supervivientes. En el siglo XX fueron expulsados sin miramientos de sus tierras para abrir paso al progreso que llegaba en forma de líneas de telégrafo, carreteras o hidroeléctricas.
Quién sabe cuántos grupos desaparecieron de la faz de la tierra sin que quedara constancia de su nombre, su cultura o su cosmovisión. ¿Por qué tenemos que protegerlos? Responde el indigenista Pereira: “Primero, porque tienen derecho a vivir y no saben nada de lo que es el derecho, nuestra civilización. Creo que la humanidad avanza cuando entiende que esas minorías también tienen derecho a existir”.
El abanico de amenazas que padecen es amplio: las bandas de pescadores y cazadores furtivos, misioneros evangélicos, buscadores de oro, el narcotráfico, la expansión agrícola, el coronavirus y, desde que Bolsonaro llegó al poder, la propia Fundación Nacional del Indio, según enumeran las ONG.
Siempre hubo furtivos que se internaban en la reserva indígena. La novedad es que ahora son auténticas bandas organizadas, denuncia la asociación Univaja. El pirarucú, un preciado pez amazónico que llega a pesar 300 kilos, se ha convertido en un manjar muy solicitado, sobre todo en la vecina Colombia.
“Ya sé que está mal ir a la tierra indígena, pero aquí no hay otras oportunidades”, se queja Alacy, de 23 años, que oculta su identidad bajo ese seudónimo para protegerse. Su argumento es que sacar provecho de ese maná es la única opción de ganarse la vida en una ciudad como Atalaia do Norte, donde solo el Ayuntamiento y el Departamento de Salud ofrecen buenos empleos. “Y el resto, ¿de qué vive?”, lanza este joven padre de dos hijos que dejó atrás un pasado de alcohol y pistola al cinto. Como su carné de taxista fluvial y su formación de albañil nunca le han servido para alimentar a su familia, se embarca durante semanas con varios colegas, una escopeta y un cargamento de sal con el que conservan el botín.
Este no es un asunto del que en Atalaia do Norte se hable abiertamente con los forasteros y menos al día siguiente de una operación policial que, gracias a la información recabada por los indígenas, acabó con dos detenidos y la incautación de decenas de pirarucús, tortugas y otros animales silvestres. Todos se conocen. Las torrenciales lluvias encharcan cada mañana unas calles sin asfaltar punteadas por iglesias (la evangélica cuadrangular, los adventistas del séptimo día, la asamblea de Dios, la fundamentalista...).
Emulando a los jesuitas que arribaron con los colonizadores hace 500 años, los misioneros de estos grupos llegan hoy hasta aquí buscando almas impuras. Atalaia do Norte es una meca para los evangélicos que creen que Jesús solo volverá a la tierra cuando la verdad haya sido revelada a todos sus habitantes, incluidos los indígenas aislados. La Misión Nuevas Tribus ha enviado durante décadas parejas de misioneros estadounidenses, burlando la ley, a lugares nunca pisados por los blancos.
En los últimos tiempos los cazadores de almas han adoptado una estrategia más sofisticada: ofrecer becas a jóvenes indígenas para que estudien teología en grandes ciudades. Luego regresan a sus aldeas a predicar.
Josiah McIntyre, de 38 años, es un cristiano de Alabama (EE UU) que hace más de una década se instaló en la Amazonia. Ahora le acompañan su esposa y cuatro hijos. Niega que su intención sea evangelizar a los no contactados, aunque fuentes locales apuntan a que le han oído proclamar que quiere morir aquí como un mártir. “Estoy en Atalaia do Norte para predicar la verdad, para enseñar a los jóvenes a hacer lo correcto porque aquí hay mucha droga, alcohol, pornografía...”. Para alejarlos de las tentaciones, organiza carreras con la chavalería de la zona.
La droga sí que ha llegado a las aldeas indígenas. Importantes rutas del narco cruzan la triple frontera. Una de las muchas preocupaciones de Kora Kanamari, de 37 años, es que los traficantes reclutan a jóvenes indígenas para que cultiven coca en territorio peruano. Algunos participan incluso en su procesamiento. La tentación es grande porque tienen pocos modos lícitos de ganarse la vida. Este miembro de la asociación Univaja lidera un equipo de 36 guardianes de la selva que monitorea el territorio para frenar a los madereros y la agricultura a gran escala.
Marubo, Kanamari y el resto de sus colegas encarnan un cambio de rumbo en la política de protección a los no contactados. Los propios indígenas asumen funciones cada vez más relevantes ante el vacío dejado por el repliegue de la Funai. Combinan los saberes de sus ancestros con la tecnología. Recorren la reserva con herramientas donadas por la ONG para documentar sus denuncias. Ya saben leer y elaborar mapas, y en sus rondas sobre el terreno usan móviles conectados por satélite que les permiten anotar las coordenadas e infinidad de detalles más.
Los que velan por los no contactados sienten que, bajo las órdenes de Bolsonaro, la dirección de la Funai ha abandonado su misión inicial, para servir, en cambio, a los intereses de sectores políticos y económicos que ven en las tribus un obstáculo al desarrollo. Ante la ONU, el presidente de Brasil dejó su postura nítida: “Lamentablemente, algunos dentro y fuera de Brasil, apoyados por ONG, insisten en mantener a nuestros indígenas como verdaderos hombres de las cavernas (...). El indio no quiere ser un terrateniente pobre encima de las tierras más ricas del mundo”. El presidente ultraderechista, que desprecia la crisis climática, está empeñado en autorizar la explotación de territorios intocables por ley. El pulso en el Congreso y en los tribunales es formidable.
Uno de los frentes más calientes atañe a siete territorios donde viven tribus aisladas, pero que, como no han sido demarcadas como reservas, están protegidas por un mecanismo de emergencia que impide acceder a ellas sin autorización. Sin embargo, con el Gobierno de Bolsonaro la vigencia de esas medidas se ha acortado. Las últimas se han renovado por solo seis meses, advierte Survival International, que defiende los derechos de los indígenas.
Sarah Shenker, de esta organización, lo explica: “Los pueblos indígenas no contactados no desaparecen sin más de la tierra, como algunos creen; no es su destino, ni una certeza cronológica. Es un proceso deliberado y genocida por parte de gobiernos y empresas que quieren eliminarlos para robar sus tierras y lucrarse, un proceso impulsado por la demanda internacional de madera, oro, petróleo y otros recursos”. Shenker menciona, desde Londres, su impagable aportación como protectores de la selva. Las tierras donde habitan conservan la vegetación y la biodiversidad en una abundancia sin comparación.
El contacto con los indígenas aislados suele dar paso a una larga transición. Cada pueblo decide a qué ritmo y en qué dirección. La antropóloga Dominique Gallois, de 71 años, conoce bien el intenso diálogo con los recién contactados. Fue la primera que estudió en la selva a los zo’és, en 1989, un par de años después de que unos misioneros los fueran a buscar. “Cuando llegué eran 170 y había pocos niños”, explica en su casa, en São Roque, cerca de São Paulo. Fácilmente reconocible por el cono de manera que llevan incrustado en el labio inferior, los zo’és viven en un área remota incluso para la escala brasileña. Las dos semanas de caminata de los años noventa son hoy seis días porque han abierto senderos. Esa distancia los ha protegido. “Están en esta situación maravillosa porque el acceso es muy difícil. Pero ya hay caminos...”, advierte la antropóloga.
Gallois acumula estancias largas a su lado, conversando en su lengua, durmiendo en sus chozas, comiendo su comida —“no se puede llevar nada de fuera, el azúcar sería mortal”— y tomando notas. Por encargo de la Funai, trabajó durante tres años con los zo’és para elaborar un plan sobre cómo quieren gestionar sus vidas. Paso a paso abordaron desde la tierra al dinero.
Este pueblo de cultura oral ha querido incluso aprender a leer y a escribir. Se están alfabetizando en su lengua. Los materiales didácticos, que van y vienen en avioneta, se basan en su vida cotidiana.
Ivanrapa Matis, que creció sin contacto con los blancos, lleva meses lejos de casa. Un trabajo temporal para la Funai —cuyo objetivo es crear una barrera sanitaria contra la covid— le ha traído a Atalaia do Norte, pero en cuanto pueda regresará a su aldea, ubicada, explica, “a tres días sin dormir” en pec-pec, una canoa ligera con un pequeño motor. Se queja del calor de la ciudad —“aquí no hay árboles que den sombra”, dice— y del barullo constante de las motos y los coches. “Prefiero vivir en la aldea. Salimos a cazar, a pescar. Aquello es otro mundo, allí no se compra. Vivir aquí es muy difícil, necesitas dinero”. —eps