Quería tanto a un caballo llamado Incitatus, que la víspera de las carreras del circo mandaba soldados a imponer silencio en todo el vecindario, para que nadie turbase el descanso de aquel animal. Mandó construirle una caballeriza de mármol, un pesebre de marfil, mantas de púrpura y collares de perlas; dióle casa completa, con esclavos, muebles, en fin, todo lo necesario, para que aquellos a quienes en su nombre invitaba a comer con él, recibiesen magnífico trato, y hasta se dice que le destinaba el consulado. —Suetonio, Vida de los doce césares
En el reino del “juego-ciencia”, Wikipedia define al caballo como una “pieza menor del ajedrez occidental de un valor aproximado de tres peones. Tiene un movimiento semejante a una L”. Me parece que esta pieza (única que puede brincar a sus aliados y adversarios; capaz de amenazar simultáneamente a ocho piezas enemigas; y protagonista de muchas de las partidas más exquisitas, sutiles y elegantes en la historia del juego), merecía un mejor tratamiento (sin ser una definición óptima, el Diccionario de la R. A. E. lo concibe, al menos, como una “pieza grande”).
Decir que el bello brinco del caballo a lo largo y ancho de los 64 escaques es —simplemente— un movimiento semejante a una “L”, resulta oprobioso. Por ello, prefiero recurrir a lo que dijo Jacobo de Cessolis, a principios del siglo XIV, en Ludus Scacchorum: “Los movimientos de los caballos, que representan a caballeros, soldados y hombres de guerra: se mueven a tres puntos, los dos primeros de frente o de lado y el tercero más de soslayo que los otros. Esta forma de andar y capturar representa a los nobles, que tienen tres condiciones: la primera, la pompa; la segunda, la generosidad, y la tercera, la loca osadía”. Y tampoco puede llamársele “menor” a una pieza que nos ofrece un desafío matemático tan estimulante como la “vuelta del caballo” (inténtelo el lector: disponga de un tablero de ajedrez, ubique al caballo en el escaque de su agrado, y proceda al inicio del recorrido. Debe encontrar la secuencia de 64 movimientos que permitan a esta pieza visitar consecutivamente la totalidad de las casillas del tablero —sin repetir en un escaque ya visitado—, hasta que el caballo regrese a su posición original. Un entretenimiento sano, y con un número inmenso de soluciones posibles).
La mera presencia del caballo en un lugar de tan especial privilegio como es el tablero de ajedrez, no es sino el lógico puerto de llegada en un periplo de veneraciones a este cuadrúpedo, que comenzó cuando el ser humano descubrió su potencial como animal de tiro, y que se elevó hasta las constelaciones cuando descubrió como montarlo, hace unos cuatro mil años.
Fueron las tribus nómadas que criaban caballos, las primeras en montarlos formalmente. Al respecto, Bronowski en The Ascent of Man, sostiene que provenían de Asia Central, Persia, Afganistán y más allá: “en Occidente eran llamados simplemente escitas, nombre colectivo para denominar a una criatura nueva y aterradora, un fenómeno de la naturaleza”. En consecuencia, si para unos (sobre todo, los nómadas) el caballo —al ser incomparablemente más rápido y más fuerte que cualquier animal domesticado previamente— abrió un océano de posibilidades, para otros (sobre todo, los sedentarios) se convirtió en una terrible amenaza, principalmente, para los excedentes alimenticios de las aldeas. Agrega Bronowski: “los escitas eran el terror que arrasaba las comunidades que desconocían la técnica de montar. Cuando los griegos vieron a los jinetes escitas creyeron que caballo y jinete eran un solo ser; así es como éstos inventaron la leyenda del centauro…la importancia del caballo en la historia de Europa ha sido siempre subestimada. En cierto sentido, la guerra se creó mediante el caballo, como una actividad nómada. Eso fue lo que trajeron los hunos, eso fue lo que trajeron los frigios y, finalmente, los mongoles, y fue llevado a un clímax bajo Gengis Kan”.
El caballo tiene, por tanto, un lugar protagónico en la historia de la actividad bélica, y los persas los preparaban así: “para que los caballos no sean asustadizos, les acostumbran a los ruidos y al estruendo del bronce, que hacen resonar para que, en el combate, no tengan miedo jamás al estrépito de las diversas armaduras, ni al ruido de las espadas chocar contra los escudos. Y les arrojan a los pies, a modo de cadáveres, muñecos embutidos de paja para que se acostumbren a pisotear en la guerra a los cadáveres y para que el temor, en circunstancias pavorosas, no los haga ineficaces en el enfrentamiento armado” (Eliano, Historia de los animales, XVI, 25).
Y todo ello fue muy apreciado en la antigüedad, especialmente entre gobernantes y artistas: Alejandro Magno (que se las supo arreglar con Bucéfalo); Antíoco Hierax (que murió degollado en combate por el gálata Centoarates. Pues bien, el caballo vengó a su dueño Antíoco arrojando a Centoarates a un profundo precipicio); Calígula (cuya veneración por Incitatus cité en el epígrafe); Milcíades (que enterró, en el Cerámico, a las yeguas que obtuvieron tres victorias olímpicas); Evágoras (que enterró, solemnemente, a sus caballos vencedores en Olimpia), y Socles, un alfarero ateniense muy apreciado, del siglo VI, a.C., y cuya historia es transmitida por Eliano: “no sólo parecía gentil sino que también lo era, Éste compró un caballo, hermoso como él, pero de fogosa condición erótica y mucho más inteligente que los demás caballos. Así pues, concibió un amor ardiente por su amo y, cuando éste se le acercaba, todo eran resoplidos; a las palmaditas respondía con relinchos; al montarlo, mostraba su docilidad y, cuando se detenía delante de él, el caballo lo envolvía en una mirada lánguida. Y toda esta, de por sí amorosa efusión, era sin duda también sensación placentera. Sin embargo, cuando el caballo, en su demasiada imprudencia, infundió sospechas de que meditaba algún exceso y corrían rumores extravagantes sobre la pareja, Socles, no pudiendo sufrir la difamación, en su odio hacia el lujurioso amante, lo vendió, Y el caballo, no pudiendo sufrir la privación del hermoso mancebo, se quitó la vida sometiéndose a severísimo ayuno” (VI, 44).
No debe sorprender, por tanto, que en La disputa entre los animales y el hombre, escrita por los “Hermanos de la Pureza” (Ijwān al-Ṣafā’), se exponga ante el rey acerca de las cualidades dignas de elogio del caballo: “tiene una bella estampa, pureza de color, los miembros de su cuerpo son proporcionados y su pelo es hermoso. Es rápido en la carrera, obedece al jinete adondequiera que lo mueva, a derecha, a izquierda, adelante, atrás. Se dirige al combate, huye, carga de nuevo y retorna. Es inteligente, posee excelentes sentidos y tiene buenos modales. No suele depositar sus excrementos ni orinar mientras el jinete cabalga en él y tampoco mueve la cola, si está mojado, para no salpicar a su dueño (…) tiene la fuerza del elefante…aguanta tanto como el asno, [y] la rapidez de su carrera en las algaras es como la del lobo. Al andar se contonea como el toro. Su trote es como el galope del zorro (…) salta como la pantera”.
Por ende, es un animal arrogante. Así lo reconoce Eliano: “…en efecto, su corpulencia, su ligereza, lo erguido de su pescuezo, la flexibilidad de sus remos y el estruendo de sus cascos le dan un aire de arrogancia y de empaque” (II, 10).
Todo parece indicar que en un “análisis FODA”, el caballo sale muy bien librado, pero sus debilidades (si bien no eclipsan a sus fortalezas), son también muy notables: “su ignorancia y su poco conocimiento de la realidad: pues lo mismo corre de huida, llevando al enemigo de su dueño, al que no ha visto nunca, que va con su dueño, en cuya casa nació y se crio. Igual lleva al enemigo de su dueño contra él, como a su dueño en busca del enemigo. En esto es semejante a la espada, que no tiene alma y no siente ni conoce. Lo mismo corta el cuello de su dueño o del que la ha bruñido, que el cuello de quien quiere romperla o curvarla, sin hacer ninguna distinción entre ambos” (Ijwān al-Ṣafā’).
Eliano narra un incidente entre una yegua y su hijo, que habría llamado la atención de Sófocles: “he oído que el rey de los escitas (cuyo nombre omito, aunque lo sé, porque no gano nada con decirlo) tenía una yegua, notable por toda clase de excelentes cualidades que puedan pedirse y mostrarse en una yegua y que poseía también un potro, hijo de ella, que aventajaba a todos los demás en excelencia. No encontrando ningún otro compañero digno para la yegua u otra yegua a propósito para ser preñada por el potro, juntó a los dos para este menester. Ellos se acariciaron mutuamente de diversas maneras y se ofrecieron mutua amistad, pero rehusaron realizar la cópula. Y, como los animales eran demasiado circunspectos para el propósito del escita, vendó los ojos de ambos con vestidos, y consumaron aquel acto ilícito e inmoral. Cuando ambos supieron lo que habían hecho, expiaron su impiedad con la muerte, arrojándose a un precipicio (IV, 7).
También se nos informa que los caballos odian el bestialismo: “un mozo de caballos se enamoró de una yegua joven y la más bonita de la yeguada, tan bonita como pudiera ser una hermosa muchacha, la más apetecible de todas las de la comarca. Al principio se contuvo, pero al fin se atrevió a realizar la extraña unión sexual. La yegua tenía un potro hermoso como ella que, al ver lo sucedido, se afligió como si su madre hubiera sido tratada despóticamente por su amo, y pateó al hombre y lo mató. Incluso fue a inspeccionar el lugar donde había sido enterrado, desenterró el cadáver y lo ultrajó ejecutando en él toda suerte de actos oprobiosos (Eliano, IV, 8).
Durante muchos siglos, y prácticamente hasta los albores del siglo XX, el caballo tuvo el monopolio del transporte público y privado; por ejemplo, hacía finales del siglo XIX, unos 200 000 caballos vivían y trabajaban en Nueva York, lo que también resultaba ser un problema de salud pública, de proporciones faraónicas: tan solo en 1880, 15 000 cadáveres de caballos tuvieron que ser retirados de las calles neoyorkinas. Eso lo constatan Levitt y Dubner en Superfreakonomics: “los carros tirados por caballos atascaban terriblemente las calles, y cuando un caballo desfallecía, se le solía matar allí mismo. Esto causaba más retrasos. Muchos propietarios de establos contrataban pólizas de seguros de vida que, para protegerse contra el fraude, estipulaban que la ejecución del animal la llevara a cabo una tercera parte. Esto significaba esperar a que llegara la policía, un veterinario o la Sociedad Protectora de Animales. Y la muerte no ponía fin al atasco. Los caballos muertos eran sumamente inmanejables (…) como consecuencia, las personas que limpiaban de las calles esperaban muchas veces a que los cadáveres se descompusieran, para poder cortarlos en trozos con más facilidad y llevárselos en carros”.
Imaginar el paisaje urbano cotidiano de nuestros ancestros, con centenares de caballos muertos por doquier tiene un aderezo peculiar cuando se toma en consideración que: “en los cadáveres de los caballos es donde nacen las avispas, porque al pudrirse el cadáver salen volando del tuétano estos insectos. Del más veloz animal nacen seres alados: del caballo, avispas” (Eliano, I, 28).
Solo había algo más complicado que el manejo de cadáveres de caballos; me refiero al copioso, muy copioso estiércol emergido de estos fascinantes cuadrúpedos: un promedio diario de 10 kilogramos de excremento, por caballo. Cada calle o avenida que estaba en la ruta de un caballo, se convertía en un océano de estiércol, o en una montaña de estiércol. Tras el fracaso de la primera conferencia internacional sobre planificación urbana, de 1898, cuyo tema central fue el excremento de los caballos, se hicieron proyecciones apocalípticas: a ese ritmo, para 1930, las montañas de excremento en Nueva York alcanzarían las ventanas del tercer piso. David Doochin pone la cereza en el pastel descriptivo: “como bien saben los entusiastas de la equitación, la caca de caballo engendra moscas. Muchas moscas. Una estimación citada en Access Magazine afirmaba que el estiércol de caballo era el lugar de incubación de tres mil millones de moscas diarias en todo Estados Unidos…”.
Debe agregarse que también las ratas y otras alimañas acudían masivamente a las montañas de estiércol para aprovechar la avena no digerida y otros restos de la alimentación de los caballos. Y no parece ser casual que el apocalipsis trote a caballo: el estiércol produce metano, que a su vez, contribuye significativamente al efecto invernadero. La paradójica “solución verde” al problema del excremento del caballo fue la llegada del automóvil.
Desde luego, diversas normatividades sanitarias emergieron de ese contexto insalubre, y algunas parecen seguir “vigentes”: en California es ilegal que un montón de estiércol rebase una altura de 6 pies, y en Charleston, los caballos están obligados a llevar pañales en las zonas públicas.
Nótese que entrecomillé lo relativo a la vigencia, porque, en el ámbito de los caballos y sus leyes peculiares podríamos estar entrando en el fangoso terreno de los antiguos paradoxógrafos griegos, aquellos buscadores de rarezas y maravillas que hacían anotaciones o testimonios de cosas o fenómenos que “aparentemente” existían o habían ocurrido, para el mero deleite de los lectores, pero sinla mayor molestia por constatar los trascendidos: “se dice que ; “se afirma que”; “se asegura que”, y así. En esta vertiente: se afirma que en Nueva York no está permitido abrir un paraguas delante de un caballo (no es descabellado, sobre todo si se atiende a una noticia de 2018: Horse spooked by umbrella crashes into cars, injures passengers); se asegura que en Wilbur, Washington, uno puede ser multado por montar un caballo feo; se cuenta que en Carolina del Sur está prohibido meter un caballo en la bañera; se dice que en Cotton Valley no está permitido comer helado mientras se monta a caballo, etcétera.
Lo que sí verifiqué es que el “Revised Code of the Consolidated City and County”(Revised Code) de Indianapolis dispone, en su sección 441-105, que ningún caballo, sea conducido o montado, puede dejarse desatendido, o enganchado en la vía pública de forma insegura. Asimismo, ningún caballo podrá ser conducido o montado a una velocidad superior a diez millas por hora.
Por tanto, queda claro que con el caballo, no todo es miel sobre hojuelas, como nos lo ofrecen los sabios “Hermanos de la Pureza” o, si se prefiere, el caballo no es como lo pintan (esto lo sostengo literalmente: hasta que Eadweard Muybridge vino a zanjar la cuestión, muchos grandes pintores representaban la carrera del caballo, poniendo erróneamente las patas delanteras y traseras del animal despegadas del suelo, estiradas al mismo tiempo. Tan solo entre los que recuerdo, así lo hicieron: Delacroix; Stubbs; de Chirico; Bodmer; Saleh; Adam, y, notablemente, Géricault, en “El Derby de Epsom”).
A diferencia, por ejemplo, de los cerdos, los caballos eran considerados animales más valiosos, y si llegaban a “delinquir”, la severidad de la sentencia se veía mitigada por consideraciones económicas. El animal podía llegar a ser confiscado, pero muy rara vez condenado a la pena capital. En su Essai Sur L’Histoire Du Droit Francais Au Moyen Age, Giraud informa que en el siglo XII, en Borgoña, era ley y costumbre que si un caballo cometía uno o varios homicidios no era condenado a muerte, sino que era confiscado por el Seigneur en cuyo feudo hubiese sido cometido el ilícito.
Si bien, son pocos, en The Criminal Prosecution and Capital Punishment of Animals(1906), Evans da cuenta de algunos procedimientos que involucraron a caballos y yeguas:
• En 1389, los Cartujos de Dijon lograron que un caballo fuera condenado a muerte por homicidio.
• En 1609, en Niederrad, un hombre y una yegua fueron ejecutados, y sus cuerpos enterrados en la misma fosa.
• En 1681, un sodomita consuetudinario de Silesia (que solía involucrarse con galgos, vacas, cerdos, ovejas y otro tipo de bestias), fue llevado a juicio junto con una yegua, y ambos fueron quemados vivos.
• En 1684, en Ottendorf, un sodomita fue decapitado, y la yegua “cómplice”, golpeada mortalmente en la cabeza (se ordenó expresamente que, al quemar los cuerpos, el del hombre debía quedar recostado debajo del de la yegua).
• En 1685, un sastre, que había cometido “un acto antinatural de lascivia carnal” con una yegua, fue llevado a la hoguera, al igual que la yegua.
• En 1697, una yegua fue llevada a la hoguera por resolución del Parlamento de Aix (que tenía funciones jurisdiccionales).
Evans también se remite a Blackstone, quien sostuvo que si un caballo, por la inercia de su propio movimiento causa la muerte de un niño o de un adulto, o bien, si un caballo patea a su cuidador y lo mata, el cuadrúpedo en cuestión se convierte en “deodand” (un objeto perdido o entregado a Dios por haber provocado la muerte de una persona, ver “Deodands: A Study in the Creation of Common Law Rules”). Tras la metamorfosis (de caballo a deodand), era vendido y el producto de la venta podía utilizarse en obras de caridad.
En 1893, la Connecticut Supreme Court of Errors (llamada así hasta 1965), resolvió el caso Fritts v. New York & New England Railroad. El demandante era el dueño y conductor de un carruaje, tirado por dos caballos. Cerca de la estación de trenes, hizo un alto en su camino para almorzar. Un empleado de la estación hizo sonar el estridente silbato repetidas veces, lo que provocó que los caballos se asustaran y huyeran despavoridos, resultando heridos, y dañando también el carruaje en cuestión. El tribunal resolvió que la compañía ferroviaria actuó con negligencia, pero el demandante quedó inconforme con la cantidad fijada como indemnización. Por sus heridas, el demandante no pudo utilizar a sus caballos, sufriendo los perjuicios correspondientes, y los cuadrúpedos habían perdido valor de mercado. La Court of Errors revocó la resolución y dispuso la realización de un nuevo juicio. En 1899, el Tribunal de Apelaciones de Colorado se pronunció en D.H. Campbell v. Burlington & Missouri River Railroad in Nebraska: una yegua fue arrollada por un tren; el demandante y propietario de la víctima no pudo comprobar negligencia por parte de la compañía férrea, pero el caso tiene interés porque el tribunal permitió el relato de testigos, lo que facilitó cuantificar el valor de mercado de la yegua finada. En 1903, la Corte Suprema de Georgia se pronunció en Griffith v. State. El propietario de un caballo fue acusado de cometer actos de crueldad en contra de un animal doméstico. Normalmente, el caballo debía ser protegido por su dueño, quien en lugar de cuidarlo, lo abandonó a su suerte, provocando su muerte al poco tiempo. La condena al dueño fue confirmada porque éste no pudo acreditar que había abandonado al caballo involuntaria y no deliberadamente. En 1917, en Commonwealth v. Brown, la Corte Superior de Pennsylvania revocó, por vicios en el ofrecimiento y desahogo de pruebas, la condena que se le había impuesto a un hombre acusado utilizar ácido nítrico en las patas de algunos de sus caballos.
En 1936, la entonces Primera Sala de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, al resolver el Amparo penal en revisión 6422/34, a propósito del delito de culpa, habló de un caballo encabritado, al sostener: “si la falta inicial resultante de los hechos que dan lugar a un proceso por el delito de culpa, así como la determinante de esos acontecimientos, no pueden ser atribuidas a omisión o imprudencia del acusado, éste debe ser absuelto, como sucede, si se encabrita el caballo que tira de un vehículo y arroja a éste sobre un automóvil de vía que se aproximaba en esos momentos y la persona que ocupaba dicho vehículo se arroja de él, por temor o nerviosidad, yendo a caer en medio de los rieles resultando machacada por el automóvil de vía; ya que éste hecho no puede imputarse al conductor de ese automóvil, o también cuando el vehículo carecía de frenos para detenerlo, y lo común y corriente es que esa clase de carruajes carezcan de dichos frenos; pero aun suponiendo que tal hecho constituyera una imprudencia, la falta determinante de los hechos no constituye la circunstancia de haber tirado del carruaje a la víctima; pues si no hubiese sucedido esto, no hubiera muerto a consecuencia del choque”. También en 1936, la Primera Sala, en el Amparo penal directo 1610/34, a propósito de la defensa legítima, reconoce la superioridad del jinete: “Si un individuo yendo a caballo, es asaltado por otro que empuña un puñal y quien cogiendo las riendas de la bestia, dirige duras expresiones al jinete, y éste dispara contra el agresor, no existe la exculpante de legítima defensa, puesto que, además de la superioridad de ir montado y encontrarse su agresor a pie, la agresión no había nacido ni se realizaba, sino que únicamente estaba a punto de realizarse”. La misma instancia, también a propósito de la defensa legítima (y de un caballo alborotado), en el Amparo penal directo 3672/35, resolvió: “Si una persona camina a caballo y otra coge las riendas de éste e injuria a esa persona, quien, no obstante que el animal se alborota, no suelta las riendas y el atacado da un golpe al agresor causándole lesiones, es indudable que obró en defensa de su persona, repeliendo una agresión actual, violenta, sin derecho y de la cual le resultó un peligro inminente, pues tenía el peligro de ser derribado del caballo y que este le ocasionara perjuicios graves; se satisfacen los requisitos establecidos…y el fallo que no lo declare así, es violatorio de los artículos 14 y 16 constitucionales”.
Y en 1955, la entonces Sala Auxiliar de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, en el Amparo penal directo 2760/52, a propósito de la defensa legítima en un escenario de provocación por parte del acusado, un centauro moderno y provocador, concluyó: “Si está demostrado que el acusado se introdujo en forma violenta en un cabaret, montado a caballo y en estado de ebriedad, en forma brusca e imprevista para quienes se encontraban en el interior, estos hechos dan plena justificación a lo sostenido en la sentencia en el sentido de que la actitud del quejoso no estuvo exenta de intención dolosa o dañina y, en consecuencia, la agresión derivada de esa actitud no es absolutamente injustificada; pues está claro que la persona que obra como lo hizo el acusado, está dispuesta a tener dificultades y se expone a la agresión, dado que sus actos son en sí mismos, francamente provocadores”.
En 1971, el Tribunal de Apelaciones de Ohio resolvió Southall v. Gabel. El demandante era el propietario de un purasangre de 3 años, llamado “Pribal”. El demandado fue el veterinario que, en opinión del demandante, había maltratado en la cirugía a “Pribal”, provocándole lesiones físicas y emocionales, a tal grado que, tras salir de la clínica, el caballo se volvió “mezquino y asesino”, hasta que tuvo que ser sacrificado. El órgano impartidor de justicia no encontró nexo causal entre el tratamiento del veterinario y el cambio de personalidad de “Pribal”.
En 1999, el Tribunal de Apelaciones de Michigan se pronunció en Amburgey v. Sauder. Una mujer fue mordida por un caballo en un establo. En este caso, el tribunal resolvió que la demandante debía ser considerada como “participante” en la actividad equina, para efectos de la Equine Activity Liability Act,y por tanto, el propietario de los establos donde ocurrió el mordisco estaba exento de cualquier responsabilidad derivada del comportamiento anormal o inesperado del caballo de marras.
En 2003, la Corte Suprema del Condado de Monroe dictó sentencia en Doyle v. Monroe County Deputy Sheriff Association Inc. Un niño de siete años resultó herido por la patada de un poni. El demandado, propietario del poni, estaba preparando el montaje de un zoológico de mascotas para un picnic familiar. La parte demandante sostuvo que hubo negligencia por parte de la demandada y que era responsable, basándose en las propensiones viciosas en la conducta del poni. Se demostró que el poni no tenía antecedentes de haber causado daño alguno a ningún niño, no obstante, para el Tribunal, el propietario estaba sujeto a deberes reforzados de cuidado, toda vez que había varios niños pequeños, que no son conscientes de los riesgos que puede conllevar estar cerca de un caballo.
En 2004, la Suprema Corte de Japón resolvió que los caballos de carreras no tienen derechos de imagen, con ello, revocó una condena que obligaba a Tecmo Ltd. a pagar indemnizaciones a los propietarios de caballos de carreras por aparecer los nombres de éstos en el videojuego Gallop Racer (que ofrece la posibilidad al jugador de convertirse en un jockey virtual y competir con un caballo de carreras famoso). Para el Alto Tribunal, “aunque los nombres de los caballos que figuran en esos juegos de ordenador atraigan a compradores, es inapropiado adjudicar derechos de imagen aesos animales sin una base legal que lo ampare”. También en 2004, la Corte del Distrito Norte de Nueva York vio el caso Applbaum v. Golden Acres Farm and Ranch. Una niña cayó del caballo en un rancho turístico, sufriendo heridas graves. Los padres presentaron demanda en contra del establo, que a su vez, solicitó un juicio sumario. La Corte consideró que, a pesar de que el padre había firmado la carta responsiva correspondiente, quedaba claro que la niña, al estar de vacaciones de verano, montó a caballo, no para recibir lecciones de equitación, como “actividad de instrucción”, sino como mero entretenimiento o “actividad recreativa”. Por tanto, el establecimiento era responsable, y la autorización firmada por el padre, en la que asumía los riesgos inherentes de montar a caballo, quedó sin efectos.
Distinto criterio se siguió en Trumer v. Niewisch, en 2005, cuando la División de Apelaciones de la Corte Suprema de Nueva York falló en contra de una mujer que cayó del caballo mientras tomaba lecciones de equitación. Para la instancia de apelación, la eventualidad de que un caballo se asuste (y en el caso, derribe al jinete), es un riesgo inherente de montar, no atribuible a negligencia, por parte del instructor o del establecimiento. También en 2005, el Tribunal de Apelaciones de Louisiana resolvió Alaimo v. Racetrack at Evangeline Downs, Inc. El criador y propietario de un caballo de carreras entabló demanda contra un hipódromo después de que el caballo chocó con una puerta en el circuito. Por las heridas sufridas, el caballo tuvo que ser sacrificado. Particularmente, el demandante reclamó la pérdida de “ganancias futuras”. De acuerdo con el historial en competiciones que tenía el caballo (llamado “Lucky Man») hasta el momento del accidente, el Tribunal concedió 38 000 dólares al propietario.
En 2007, la Corte Suprema de Colombia condenó a Electrocosta a pagar una indemnización cercana a los 100 millones de pesos al dueño de un caballo que murió electrocutado. “Coral” era un caballo famoso, gran semental, trotón galopero y bailaba porros, pasodobles y otros ritmos. La prensa de la época informó: “la historia de juerga y buena vida de Coral acabó el 4 de julio de 1999. Ese día, en la vereda Nariño (Lorica) tocó con sus patas un alambre tensor electrizado y murió instantáneamente. Apenas tenía 7 años de vida, aunque bien vividos, aparentemente”. Ese mismo año, en Sudáfrica, un caballo fue arrestado por el robo de un vehículo en Soweto, en la periferia de Johannesburgo: “detuvimos a un caballo y dos sospechosos en posesión de un vehículo presuntamente robado», dijo la capitana Lindiwe Mbatha, portavoz policial.
En 2008, en Mataró, Cataluña, un individuo fue condenado a cinco meses de prisión por agredir sexualmente a una yegua. La sentencia destaca que las manipulaciones en el recto del animal halladas en una exploración veterinaria “no tienen otra explicación que el mero disfrute del procesado, ya sea de naturaleza sexual o sádica. El procesado tuvo la intención de causar dolor gratuito y aumentar el sufrimiento del animal cuando le golpeó reiteradamente en la cabeza, provocándole heridas en el ojo y en el labio, y le ató las cuatro patas para inmovilizarla, lo que le provocó cortes de circulación en las extremidades”. Un extraño Big Bang de sucesos similares ocurrió en aquel tiempo. Un británico fue sentenciado a tres años de prisión por haber agredido sexualmente a un caballo llamado “Calico”. El agresor confesó los hechos y se escudó en que “había bebido unas cuantas cervezas”, aunque admitió que había sentido un “impulso sexual”.En 2009, en Carolina del Sur, un hombre fue condenado a tres años de prisión por “haber tenido sexo con un caballo”. “Lamento lo que he hecho. No tenía la intención de hacerlo. Es culpa mía. Estoy consternado por el daño que me he hecho a mí mismo”, señaló el sentenciado. Por su parte, la dueña del establo dijo que estaba feliz con el veredicto, pero que hubiera querido que fuera más riguroso. En 2010, en Reino Unido, un hombre de 66 años, jubilado, fue sentenciado a 22 meses de prisión por agredir sexualmente a un caballo. A propósito de este caso, la prensa de la época dio cuenta de que “en el Reino Unido la ley persigue las relaciones sexuales con animales. Son ilegales la penetración anal y la vaginal y no importa que el animal esté vivo o muerto. Las penas rondan los dos años de cárcel. Un alivio teniendo en cuenta que hasta 2003 a un tipo como Squires [el agresor] podía haberle caído la cadena perpetua”. Y en Mallorca, a finales de 2020, un sujeto fue condenado a dos años de prisión por agredir sexualmente a dos yeguas (una de ellas mostró secuelas psicológicas tras la agresión).
En 2010, un tribunal de Münster resolvió prohibir a un hombre que cometiera la osadía de tatuar a su poni con el logo de The Rolling Stones. El propietario del animal afirmó que quería hacer que su poni fuera “más único y hermoso”, pero el tribunal alemán resolvió que su intención de tatuarlo contravenía las leyes de protección animal, que específicamente prohíben tatuar a vertebrados de sangre caliente: “causar dolor a animales sin una causa razonable contradice la ley y hacer más hermoso al poni no es una justificación”, sostuvo el impartidor de justicia. Y el tatuaje en cuestión no funcionaba como sello de identificación, sino que servía a los intereses económicos individuales del dueño, ya que presentó el registro de un negocio que demostró que buscaba ganar dinero con un servicio de tatuaje para animales.
En 2013, en Reino Unido, fue reformada la Sección no. 5 de la Public Order Act, que penalizaba el uso de lenguaje insultante. La medida fue la respuesta gubernamental a una campaña encabezada por Rowan Atkinson (Mr. Bean), legisladores y otros activistas. El tema cobró mayor notoriedad cuando un estudiante de Literatura de la Universidad de Oxford fue arrestado y multado por decirle a un policía: “Excuse me, do you realise your horse is gay?”. Se consideró que sus comentarios eran homofóbicos, y podrían causar acoso, alarma o angustia entre los viandantes.
En 2014, el Tribunal de Apelaciones de Georgia se pronunció en Holcomb v. Long. El señor Holcomb presentó una acción civil en contra del señor Long, alegando que la negligencia de éste al ensillar uno de sus caballos, provocó que Holcomb cayera y sufriera heridas graves. El tribunal de primera instancia concedió un juicio sumario a favor de Long, sosteniendo que éste tenía inmunidad al amparo de la Georgia’s Injuries From Equine or Llama Activities Act.Inconforme con la resolución, Holcomb apeló argumentando que la negligencia de Long no estaba amparada por la ley. Pero el Tribunal resolvió que el problema suscitado con la silla de montar que provocó la caída del señor Holcomb no estaba incluida en ninguna de las excepciones previstas por dicho ordenamiento, que permitirían que Long fuese civilmente responsable. En consecuencia, se confirmó la realización de un juicio sumario para el señor Long.
En 2016, la Corte de Apelaciones de Louisiana resolvió Montgomery v. Lester. Los Lester apelaron la sentencia de primera instancia que había otorgado a los Montgomery una indemnización de 200 000 dólares por la muerte de un purasangre, provocada por el perro de los Lester. El perro en cuestión invadió la propiedad de los Montgomery, ladró y persiguió al caballo que, despavorido, intentó brincar una valla para ponerse a salvo, sin éxito. Por las muy graves heridas derivadas de la aparatosa caída de la valla, el cuadrúpedo tuvo que ser sacrificado. Los Lester sostenían que los demandantes no tenían derecho a reclamar la indemnización porque el caballo estaba registrado a nombre de Montgomery Equine Center, LLC, y no de los Montgomery. Los magistrados sostuvieron que los Montgomery eran los legítimos propietarios del caballo finado y, por tanto, tenían derecho a la indemnización, tal como fue fijada en primera instancia.
El caballo representa un golpe de timón que puso a galope la historia de la humanidad: venerado y venerable, temido y temible, e indiscutiblemente prodigioso. No le hacen falta ni el cuerno ni las alas mitológicas, para que uno quede atónito ante su majestad, o mimetizado frente a su sufrimiento (Nietzsche abrazó a un caballo extenuado, y lloró en él; toda una epifanía en la vida del filósofo).
El caballo es —como cinceló Fedosy Santaella— “una belleza bajada a la tierra, y la belleza no ha de tomarse a la ligera. La belleza te sacude, te estremece, te golpea, y puede dejarte tendido”. Esto también habría podido ser suscrito por Jenofonte que, en Recuerdos de Sócrates, a propósito de la belleza, advierte: “Evitadla, corred fuera de su vista y de su contacto, como si se tratara de un poderoso veneno que se lanza y que hiere desde lejos”.
Termino con este fragmento de The Horse, de Ronald Duncan:
He serves without servility; he has fought without enmity. There is nothing so powerful, nothing less violent, there is nothing so quick, nothing more patient.
Alejandro Anaya Huertas. Doctor en administración pública; maestro en administración pública; licenciado en derecho. Autor de Jueces, Constitución y Absurdos Jurídicos, y del Reporte sobre la Magistratura en el Mundo . Twitter: @anaya_huertas
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